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Derechos Humanos, gracias por su ausencia

Milagros Abigail Jiménez es una niña argentina de 12 años que padece cáncer desde hace tiempo.

Quedó varada en mal estado entre las provincias de Santiago del Estero y Tucumán, que son del mismo país pero que en virtud de la ineptitud del gobierno argentino se mueven en la pandemia como si fueran feudos en guerra. Diego, su padre, la cargó en brazos y caminó para ingresarla a su provincia. Finalmente lo llevaron a su domicilio donde le notificaron que no podía salir de allí en los próximos 15 días porque ingresó a cuarentena obligatoria. Su denuncia no fue recibida por la comisaría local.

Episodios como éste se han repetido numerosamente en el país, donde la inflexibilidad de las autoridades locales contrasta con la capacidad de movilidad de las autoridades políticas que andan por todas partes como turistas nerviosos.

Las provincias, los municipios y el propio Estado federal han establecido reglamentaciones y requisitos que sólo son aceptables si se presentan como excepcionales en escenarios catastróficos. La total ausencia de todo vestigio de Derechos Humanos no convoca la voluntad denunciatoria de ningún organismo ni militante, todos sumergidos en la atmósfera pandémica bajo la cobertura del gobierno popular y el vocabulario progresista. 

Un ciudadano de la ciudad de Buenos Aires debe solicitar un permiso para dirigirse al aeropuerto de Ezeiza a tomar un vuelo o para moverse en transporte público dentro de la misma ciudad, aunque la Constitución Nacional dice que puede transitar libremente por el territorio argentino.

Si es extranjero su permiso de traslado a Ezeiza debe gestionarlo ante la misma embajada. De todos modos los habitantes del AMBA son privilegiados. Fuera de allí, gobiernan los señores feudales llamados gobernadores que en su coto de caza reglamentan con argumentos de guerra civil y un control de fronteras que convierten a Corea del Norte en Disneylandia.

Los controles policiales, que sólo obedecen órdenes emanadas desde los tronos señoriales en las capitales, no dejan pasar ambulancias, pacientes ni enfermos que no cuenten con el correspondiente “salvoconducto”.

Todo este “esfuerzo”, como le gusta decir a Fernández (el presidente, no la vicepresidenta), se argumenta y justifica en virtud de privilegiar la vida por sobre la economía y para enfrentar en mejores términos al “virus”. El mismo argumento sirve para todas las decisiones públicas, sea la negociación con el FMI o el cálculo de aumento a los jubilados. Por supuesto no sirve y no se utiliza para las estrategias a conveniencia de institucionalización de la justicia, donde todo circula al modo de Maquiavelo y sus amigos.

Lo cierto es que la economía anda muy mal, lo que no preocupa ni interesa al gobierno ni a sus simpatizantes (aunque sí a los jubilados), pero la salud anda peor aún.

Con casi 40 mil fallecidos de COVID 19 y 1.400.000 infectados en un país de apenas 44 millones de habitantes, no hay indicadores que permitan felicitar al gobierno por su capacidad de hacer algo bien, excepto esa habilidad peronista intrínseca de justificar lo propio y condenar lo extraño, como sucedió con las mismas diatribas contra los docentes, bien recibidas si las dice Fernández (la vicepresidenta cuando era presidenta) pero con pedido de renuncia si las pronuncia Acuña (también mujer, aunque no importe), pésimas en ambos casos.

Ahora toca debatir sobre el aborto, el impuesto a la riqueza, la victoria contra los All Blacks y otras iniciativas post materiales de la capital del imperio que nunca fue.

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